domingo, 25 de febrero de 2024

RESEÑA SOBRE LA MASCULINIDAD TÓXICA EN EL RELATO "LOS CACHORROS"

 

       RESEÑA SOBRE LA MASCULINIDAD TÓXICA EN EL RELATO "LOS CACHORROS"

Escrito por:


DIAZ SANCHEZ, Auber

FERNANDEZ REYES, Julio Joaquin

PEREZ VASQUEZ, Claudia Inés

URIOL SANDOVAL, Joel Walter

La obra "Los cachorros" publicada por primera vez en 1967, fue escrita por el autor y novelista peruano Mario Vargas Llosa. Trata de realidades diferentes, donde la juventud se entrelaza con la violencia y la soledad. Se presenta a Cuéllar como el protagonista principal, un joven que constantemente busca demostrar su masculinidad y valentía ante sus amigos. La masculinidad tóxica se manifiesta a través del uso de lenguaje despectivo y homofóbico como "maricón" y "pichulita" que se menciona en la siguiente cita “Se quejaba y también se enfurecía, qué has dicho, Pichulita he dicho, blanco de cólera, maricón, tal como le había aconsejado su papá, no te dejes muchacho, se lanzaba, rómpeles la jeta"  (Vargas, 1967, cap. 2).   La insistencia en repetir un apodo ofensivo revela la rigidez de esta masculinidad. Además, la respuesta violenta de Cuéllar, inducida por la influencia de su padre, reflejada en la frase "no te dejes, muchacho” muestra cómo los patrones de masculinidad tóxica se transmiten de una generación a otra. 

Haciendo referencia, Rodríguez Carrera (2020) afirma que la construcción de la masculinidad ejerce una poderosa influencia social que afecta profundamente a las personas. Aquellos que no cumplen con los estándares sociales, son excluidos y discriminados por la sociedad, lo que les genera frustración y resentimiento. Estos sentimientos pueden llevarlos a adoptar conductas agresivas y violentas, que eventualmente puede perjudicar su vida y su relación con los demás.

Un ejemplo de masculinidad tóxica se evidencia en el comportamiento de Cuéllar, cuando trata de impresionar a Tere, una de sus amigas, afirmando que puede surfear una gran ola, al despreciar sutilmente a Cachito, comparándolo con las mujeres y los niños. Esta acción de superioridad se muestra en la siguiente  cita  “Tere fíjate a lo que me atrevo y Cachito a nada, (…), se remoja en la orilla como las mujeres y las criaturas”. (Vargas, 1967, cap.5).

Del mismo modo, Cuellar estaba constantemente en busca de desafíos, lo que revela su insatisfacción con la vida cotidiana y su deseo de superar a sus amigos. Esta conducta influencia los patrones de masculinidad tóxica en sus decisiones y acciones arriesgadas. La actitud del protagonista se demuestra en el siguiente fragmento. “Cuéllar, viejo, ya estaba bien, déjanos en nuestras casas, y Lalo mañana se iba a casar, (…), no seas inconsciente, que no se subiera a las veredas, no cruces con la luz roja a esta velocidad, que no fregara” (Vargas, 1967, cap. 6).

En síntesis, la obra de Mario Vargas Llosa, no sólo explora las relaciones de dominación y sumisión, también profundiza la influencia del machismo. La narrativa de Mario Vargas Llosa se centra en el poder de los hombres dentro de la sociedad. En este contexto buscan mantenerse en posiciones de poder y ejercer constantemente referencias sexuales masculinas y así tener el dominio sobre los demás (Thays, 2011).


Referencias:

RODRÍGUEZ CARRERA, F. G. (2020). Construcción de la masculinidad y los estereotipos del género                 masculino en la obra “Los Cachorros”.https://repositorio.agustinos.pe/handle/agustinos/728 


THAYS, I. (2011). Poder, pene, erección, castración y machismo en la obra de Mario Vargas Llosa.                 Estudios Públicos. https://biblat.unam.mx/hevila/EstudiospublicosSantiago/2011/no122/27.pdf





      

      

domingo, 10 de febrero de 2019


UN SEGUNDO DE MALA ESPINA

Cuento escrito por Ubil Bustamante Rafael.

Ni siquiera había cumplido los doce años de edad cuando Jorge, mi hermano mayor, me llevó a trabajar junto a los otros peones. Recuerdo que fuimos ocho en total esa mañana. Alrededor de una mesita añeja tomamos rápidamente la chochoca, luego afilamos nuestras lampas con pedazos de piedras y nos dispusimos a caminar hacia la chacra de maíz de Agashul. Los demás tenían las caras y las manos tostadas por el sol, ya que para la mayoría no significaba ningún inconveniente estar día tras día labrando la tierra dura, en cambio yo me sentía extraño en ese instante de mi vida, pues era la primera vez que trabajaría al surco en una chacra vastísima, cimentada por los arbustos y el paso del tiempo.

 Avancemos, taititos, no se vaya a ser muy tarde; habló mi hermano, colocando su lampa en el hombro al lado de una alforja larga que contenía el fiambre, todavía caliente, porque unos cúmulos de vapor se disipaban sin que él lo notara. Caminamos largo rato sin hablar y formando una hilera uniforme; pero a media subida, dos huapalinas pasaron por encima de nuestras cabezas agitando sus alas. Es señal de buena suerte para los niños, interrumpió alguien del grupo, se ve que el cholito Fredegundo va a ser buenísimo para la lampa. A mi hermano podrán verlo chiquito de tamaño, pero para el trabajo ya está famoso desde hace tiempo; respondió Jorge, jubilosamente. Además, como ustedes pueden ver, él tiene la pinta de un gran jornalero. Todos rieron y me observaron minuciosamente de pies a cabeza. Algunos hicieron rechinar sus dientes como si avisaran que necesitaban un poco más de coca para el largo camino que aún nos faltaba recorrer.
Mientras ascendíamos, no podía dejar de pensar en lo difícil que me tocaba enfrentar ese día, por primera vez en la chacra, a lo largo de nueve horas continuas. Sabía que todos los peones que iban delante de mí eran malos tipos, porque tenían la pésima costumbre de trabajar a las “melgadas”, que era una costumbre típica de esa zona y que consistía en una competencia desleal, para ver quién era el mejor y jefe de la cuadrilla. Esta vez no sería la excepción: se cogerían como locos rayando la chacra sin orden, cortando las yerbas a medias y a mí me ignorarían rotundamente; por eso una vez llegados, cada uno se iría colocando según el poder de sus fuerzas. Por lo general, el primero sería el peón más fuerte y experimentado que no se dejaría alcanzar fácilmente del otro, luego estaría el menos malo que el siguiente, y, así sucesivamente hasta llegar al último o peón debilucho, que en este caso, todos  pensaban que sería yo.

Por fin llegamos, dijo mi hermano, después de haber caminado un largo rato cabizbajos y transpirando. Entonces observé los campos verdes de mi querido Agashul, cuyo infinito resplandor y frescura de sus shácames y huaylambos proyectaban un clima armónico al paisaje, hundido en su claridad fecunda. Las plantas de maíz agitaban sus hojas al golpe de un vientecillo suave como si me avisaran de lo que se venía. Todos los del grupo coincidieron que yo fuera el último en el surco, era de esperarlo, pero de acuerdo a mi concepción rudimentaria sabía que los del final se cansaban más rápido por lo que propuse que iría el segundo. Por poco te animas para capitán, niño adefesio; intervino uno de los peones que tenía los cabellos puntiagudos y la barba rala, después supe que se llamaba Castinaldo. La mayoría de ellos aumentó su porción de coca formando un bocado grande, y yo no me quedé atrás. Rápido desenrollé de su envoltura el último caramelo de  limón que me acompañaba en uno de mis bolsillos, guardado exclusivamente para los momentos difíciles, se lo ingerí apresurado y todos volvieron a reír con ironía, o quizás les causaba extrañeza que mi cuerpo chiquito y flaco se atreviera a semejante segundo lugar para hacerle la pelea a los peones más diestros de Agashul. Además todos conocían, que cuando uno empezaba en el oficio de la lampa, nada era fácil; había que acostumbrarse primero.

Gumercindo principió a deslizar su lampa alrededor de la primera planta de maíz, rápido se despojó del polo térmico que llevaba puesto y, sin pronunciar palabra se inclinó ante el surco. Desyerbó una, dos, tres plantas con mucha prisa y sin dejar que se alejara le seguí. Noté de inmediato que mi lampa cortaba las yerbas sin mayores problemas. Pero uno tenía que impactar su herramienta con la fuerza suficiente en el suelo, luego arrastrarlo, tapando todas las malezas de manera que el maíz quedara completamente libre y bailando para poderlo distinguir desde lejos como puntitos verdes y alineados.
Después de haber avanzado un tramo, al girar de repente el rostro, noté que el popular Huachillo era el tercero en la faena. No sé por qué se había colocado allí, pero vi que me seguía con rapidez. Entonces recordé las palabras de mi madre hacía unos meses atrás, suplicándole al tío Huachi que por favor nos enseñara a trabajar como a peones del día a día, porque hasta ese momento no habíamos aprendido bien el oficio. Recordé también que tío Huachi le decía: “Primita Edelmira, por ahí andan diciendo las gentes, que mis sobrinos Jorge y Fredegundo son ociosos al límite y que de continuar así los tragará los perros, mañana más tarde.  Pero no se preocupe usted, que yo les enseñaré a trabajar como hombres, así como  a mis hijos que ahora sacan tarea antes que el sol se oculte. Primita Edelmira, con mayor razón todavía si no me hicieran caso a las buenas, a golpe de latigazos lo haré, pero tendrán que obedecerme porque la vergüenza era para la familia”. Esa conversación que ambos sostuvieron me enfadó muchísimo y ahora se complicaba, porque Huachillo estaba muy cerca a mí haciendo rechinar su lampa como advirtiéndome, pero yo no permitiría jamás que se consolidara el asunto. Huachillo no me alcanzaría y de ser así, quizás se pondría a reír rasgando mucho más su boca demacrada. Avancé tenazmente cortando las yerbas, deshojando el maíz con prisa, pero la lampa de Huachillo seguía sonando cada vez más cerca. También noté su desesperación intencional por alcanzarme. Al fin, después de un lapso inquietante, sin darme cuenta quizás pude comprender que el surco llegó a su fin y yo me sentí mucho mejor de salud; pero al incorporarme, un fuerte dolor de cintura me hizo gemir. No obstante disimulé cuanto pude, porque Huachillo se paseaba otra vez a mi lado, masticando con mejores ganas el bocado de coca que por momentos deformaba su rostro convirtiéndolo en globo apretujado. De inmediato retornamos y seguimos en la lucha. Pero antes, aprovechando un ligero descuido de todos ellos, analicé y comprendí sus pensamientos. Cada uno caminaba con la tranquilidad más grande del mundo, masticando a ratos las hojas de coca que mi hermano mayor distribuía cada vez que ellos se lo pedían. Sino ármate también un bolito, cholo Fredegundo, había dicho mi hermano, momentos antes en el extremo inicial de la chacra, pero Castinaldo, Gumercindo y los otros que conocían rudimentariamente los efectos dañinos de la coca le habían sugerido que para mí no era bueno esas cosas. Se vaya a convertir en brutito el cholito a corta edad, se lo habían advertido, y mi hermano ni corto ni perezoso había ocultado el bolso entre los pequeños arbustos del borde que limitaba la chacra.

Huachillo estremeció la lampa de nuevo tan cerca a mí, pero esta vez la distancia que nos separaba era menor. Agazapado, intenté alejarme un poco tratando de escarbar más rápidamente, dejando las malezas arrojadas a la deriva, sin que nadie lo notara. Sin embargo Jorge, como adivinando mi pésima labor, me interpeló desde su octava ubicación en la que se encontraba: Fredegundo, hermanito menor, si te sientes mal o te cansas avísame nomás sin temor, para que descanses un ratito, no te vayas a exigir demasiado. Huachillo sonrió bruscamente pero siguió aferrado al suelo. Fue entonces cuando me di cuenta que mi adversario número uno me pisaba los talones, y sus lampeadas resonaban a tan sólo unos centímetros de mi presencia, incluso vi a mi costado parte de su mismo rostro deforme y jadeante, de manera que mi tormento fue aumentando más y más. No obstante el surco llegó a su fin otra vez y eso me alivió infinitamente; pero al incorporarme, el dolor agobiante de cintura me hizo gemir ¡Ayyyyy! de nuevo, luego la sonrisita malévola de Huachi, como siempre; los demás terminando el surco casi simultáneamente, reanimándose, y mi hermano Jorge aconsejándome que disqué descansara un ratito porque la competencia recién empezaba y que eso de ponerse a trabajar a las “melgadas” era muy peligroso, porque ocasionaba hasta broncas. Gumercindo dijo: si van a trabajar de ese modo avisen y dejen que el cholo chico se vaya a descansar a otra parte. Hasta se puede reventar el mocoso en su esfuerzo por superarnos. Pero lejos de tranquilizarme, esas palabras me enfadaron aún muchísimo más, por lo que opiné con dignidad que la cosa continuara, que yo sí tenía las fuerzas suficientes y el valor para enfrentarlos a todos sin temor a equivocarme. Entonces vi que Gumercindo se movió casi maquinalmente en el surco siguiente y yo lo imité. Huachillo, por su parte resoplaba muy cerca a mis oídos, a veces masticaba con fiereza y sus dientes crujían como ramas retorciéndose. En pocos segundos aprecié sin voltear la mirada que Huachillo no solamente me alcanzó, sino que también sobrepasó el límite. Desde su tercera ubicación se alejó como saltando en cuclillas, arrojando las malezas en el surco que aún me faltaba cultivar. Unas piedras rodaron con violencia y se estrellaron en mis pies descalzos. Ya te alcancé maluco, habló; y vi cómo jaloneaba la lampa botando la tierra húmeda, luciéndose una y otra vez, silbando en señal de triunfo. Y yo no podía tolerarlo, de ninguna manera, el atrevimiento de Huachillo había sido gravísimo, extremísimo. Avancé como un rayo dejando las plantas a medio cultivar y sin darle oportunidad a la razón arremetí contra los pies de Huachi propinándole dos lampazos, como si cortara un bejuco duro. ¡Ayyyyyyy!, gritó. ¡Auxilioooooo! Parece que se alocó el cholo flacucho. Me sentí libre de culpa por un instante, pero de pronto, un miedo vago invadió todo mi ser. No podría decir con certeza si ese cambio repentino se debió a que, en el momento que contemplé el rostro de Huachi, sus ojos ya no parecían ser los mismos, estaban desorbitados y crecidos; sus labios presentaban un estirón constante y sus dientes se presionaban fuertemente entre sí. ¡Qué pasó!, dijo mi hermano, con desconcierto en su mirada. Me cortó los dedos del pie este animal sin juicio. Huachi hablaba con desesperación y hasta se podría suponer que el dolor comenzaba a dominar la escena aumentando a  ritmo acelerado. Se me pasó la mano, me excusé, pero fue una resbaladita, nada más, no creo que la cosa haya sido más trágica. Observen aquí, llamó Huachi bañado por el sudor de su adrenalina. Todos se aproximaron, en cambio yo seguía inmóvil aferrado al mango de mi lampa, sin comprender aún lo que sucedía del todo, no obstante temblaba y transpiraba más que nunca.
Efectivamente, tres dedos del pie derecho le faltaban y por el denso camellón de la chacra unas hileritas de sangre avanzaban como ríos pequeñitos. ¡Hay que parar la hemorragia!, intervino Gumercindo, rasgando por la mitad el polo que llevaba puesto. Rápido, rápido. Le dieron de vueltas por todo el pie cubriéndolo completamente y para mayor seguridad se lo enlazaron con un retazo de bejuco delgado que había crecido muy cerca de allí, mientras el tío Huachi seguía emitiendo cada vez gritos más ensordecedores que rasgaban el aire con tenacidad. El sol se había enlutado y una ligera niebla comenzaba a cubrir el cielo del Agashul. Castinaldo sugirió de pronto que era necesario cargárselo hasta el Puesto de Salud de Rospán para evitar mayores complicaciones, pero yo traté de calmarlos aduciendo que no era para tanto el problema, puesto que unos años atrás había escuchado un consejo sabio en el que se aseguraba que los huesos de las personas, al toque se volvían a unir a su lugar con tal de presionarlos fuertemente entre sí en los primeros minutos de ocurrido el accidente. Pues observen bien todos, les manifesté, ahora ya no tenemos por qué martirizarnos la vida, porque incluso ya encontré  los tres dedos extraviados, habían estado enterrados en este montón de pecuyos y ni cuenta nos habíamos dado. Jorge se aproximó y de un manotón me hizo rodar por tierra. Los tres dedos de Huachillo se desparramaron  por el suelo como tres huesecillos. Sin perder más tiempo, tres peones voluntarios echaron al hombro el pesado cuerpo en dirección al Puesto de Salud que estaba como a dos horas de camino, mientras los demás lo siguieron también uno tras otro, frotándose los ojos y dejando a la deriva  todas las herramientas de trabajo con la alforja de fiambre incluida,  que flameaba a lo lejos.

Rápido pasó el dolor del golpe que me propinó mi hermano. Me incorporé y caminé también en dirección al Puesto de Salud de Rospán, no sin antes haber recogido los tres dedos rígidos del tío Huachi  y haberlos escondido con habilidad en el bolsillo trasero de mi pantalón parchado. Sin embargo unos metros más abajo, un gallinazo hambriento y voraz casi me arrebata a golpe de picotazos los tres retazos de propiedad única y exclusiva del mismo tío Huachi, pero yo tuve que  detenerlo a golpe de puños y el vivo zopilote regresó con su hambre de siempre al cielo opaco, indignado para seguir volando en busca de algún festín de rutina.

En poco tiempo llegamos al famoso Puesto de Salud de Rospán, pero la enfermera nos dijo que esa no era una hora muy apropiada como para atender el caso de tío Huachi. Se podía ver con claridad que todo su pie herido seguía creciendo descomunalmente, pero ya no profería muchos gritos porque la botella de aguardiente que le hicieron beber a la fuerza antes de trasladarlo lo había adormecido en el acto, y ahora dormitaba sin calma. Señorita Enfermera, le increpé, pero no ve  que esto es una emergencia, que si le seguimos dejando así, mi tiito hasta se podría morir y ahí sí que después la íbamos a pagar muy caro. Coqueros del demonio, nos contestó, acaso no ven que es más del medio día, y el almuerzo ya se estaba enfriando en la cocina, continúen esperando ahí una hora por lo menos y tengan, eso sí, listo y por adelantado el dinero. Patronita, suplicó Gumercindo, en efectivo no tenemos nada, Pero un día de esos aunque sea con un poco de papas o con ollucos se la pagarían, o en todo caso, con dos latas de maíz cocido, que más quería, pero por favor atiéndalo antes de que pase el trago porque sino se complicaría mucho peor todavía. Hombres brutos, refunfuñó la enfermera, pretenden engañarme con productos de la zona a cambio de las medicinas que son muy costosas, ni lo sueñen. Pero Señorita enfermera, volví a decir, sabemos que ahora tenemos derecho al Seguro Integral de Salud. Muchacho animal, me interpeló, claramente dice la ley del gobierno que heridos por peleas no cubre el bendito seguro, y desapareció por el callejón cerrando la puerta con estrépito. Jorge, que había estado a mi lado sin que lo notara me impactó de nuevo un duro golpe, pero yo en vez de llorar reí fervorosamente al ver el rostro crispado y chistoso de la enfermera que se esforzaba por largarse a devorar sus alimentos.

¿Y ahora qué solución le damos al asunto?, preguntó Gilberto, que por primera vez en todo el día expresaba una frase. Huachillo seguía dormitando, de bruces en el corredor y a veces gemía como un tierno animal salvaje. Son los efectos secundarios del aguardiente, pero lo bueno es que ha perdido la capacidad de seguir sintiendo el dolor, corroboró Castinaldo. Entonces no debemos perder ni un minuto más, explicó Gumercindo. No es muy difícil practicarle una cirugía, además en estos casos hay que ingeniarse al máximo. Pero no tenemos las herramientas necesarias, observó Jorge, además ni siquiera los pedazos de los dedos lo hemos traído. De eso no se preocupen, interrumpí. Aquí están muy bien guardaditos. Entonces hicimos fuerza común y lo alejamos un poco más allá del Puesto de Salud de Rospán. Gumercindo sacó la agujilla  de su calabazo que le servía para endulzar su bocadillo de coca y que nunca descuidaba, la roció con un poco de aguardiente para desinfectarla. De la costura de mi polo deshecho extrajeron unos náilones durísimos y comenzaron a unir la piel de cada dedo cortado a su posición original con muchos puntos a su alrededor, rociando de cuando en cuando aguardiente del puro para lavar la sangre apelmazada a lo largo de toda la planta del pie inmenso.  

De todos modos era extraño que Huachillo continuara dormido, ni siquiera movía el pie cuando Gumercindo incrustaba la agujilla sobre la piel maciza y lo enlazaba fuertemente con el nailon. Ya está, dijo al fin. Ahora con su agua de Agashules y huaylambos todos los días, más un poco de suerte para contrarrestar la infección, el tío Huachi estará nuevecito en un mes aproximadamente para seguir dándole duro al trabajo a puras melgaditas como debe de ser. Por ahora, llevémoslo de regreso a casa, que su familia aún no conoce la tragedia. Le pusieron al hombro como a un pesado madero y retornamos por el mismo camino empinado, a pasos rápidos, porque el día lentamente  llegaba a su fin y los rayos del astro sol se tornaban cada vez más anaranjados, en el vasto horizonte. Una capa oscura comenzaba a poblar los paisajes de mi querido Agashul, olvidado y desamparado aquella tarde, solamente.
ӿ ӿ ӿ

Un domingo del año siguiente, en el poblado de Chalamarca encontré a mi tío Huachi, a la salida de la plaza. Al verme sonrió y me dijo: “Sobrino, me contaron que aprendiste a trabajar a las melgadas como todo un jornalero. Es que los milagros sí abundan de verdad”.  Con temor le extendí la mano y tío Huachi se abalanzó, y me abrazó derramando sus lágrimas cristalinas. Emocionado, mientras se esforzaba por mostrarme sus dos pies completitos y yo no pude  divisar ni una huella, ni un rasguño por lo menos.

lunes, 3 de septiembre de 2018

POEMA UBIL


 DISTANCIA

Esta noche pálida,
cual diluvio marchito
 de tu negra ausencia.
Sentado frente al computador
desgastado y mudo.
Necesito hablarte
hoy más que siempre,
y contemplarte
Divina, Sabia;
en la pantalla multicolor
de mis recuerdos.
Repentina huella nubla mi rostro
  Musa mía.
Si te nombro
en cada espacio desolado de mi alcoba.
En cada esquina vacía sin tormenta.
En cada sueño.
Necesito contarte
muy al oído.
  Susurrarte
que después de tantos eneros que han pasado
aún te extraño,
como en las frescas alboradas
de nuestro romance.
Allá por los años.
Necesito saber de ti
 en esta noche muda
en que el viento ya no sopla.
Si la vida te regaló
el bien huraño y malgastado
de olvidarme sin  esmero.
Y te marchaste
sola…sola.
Como si el agua no volviera
a verter cantando el mismo río
muchas veces.
Como si las niñas de tus ojos no me amasen.
Adivinando tu foto
en el monitor helado de enfrente,    
y la honda pesadilla no cesara
en el agreste camino
de estos tiempos.

jueves, 18 de octubre de 2012


CONDENADOS LOS DOS / CUENTO 04 LIBRO FIESTA DEL DESAMPARO
Ubil Bustamante R.

Jamás pensé que Ricardina, en el fondo, pretendía hundirme en un hoyo sin salida. Al principio como todos los enamorados del mundo nos visitábamos con frecuencia al salir del instituto. Yo iba hasta su casa de paredes anchas y enormes y ella a veces golpeteaba la puerta de mi cuarto vetusto y mugroso, y entonces nos amábamos frenéticamente como dos lunáticos que temen que ya no habrá otra oportunidad. Pronto las consecuencias llegaron: el profesor de Psicología me llamó para decirme que mi rendimiento en el área había disminuido notablemente, debía explicárselo a qué se debía todo ello; pero no tuve las agallas, le prometí que para el próximo examen estudiaría un poco más, que las condiciones económicas por las que me encontraba atravesando, o los problemas de desamparo, tal vez. Pero yo sabía perfectamente que la causa de mi declive provenía de los encuentros seguidos con Ricardina; sabía también, que tarde o temprano eso de besarnos muy a menudo, con pasión, nos llevaría al borde del precipicio. Pero no supuse que así poco a poquito ingresaba a un callejón sin salida del que no podría librarme jamás, fácilmente.

Ricardina era una chica noble al comienzo, pero yo casi nunca entendí  por qué a Coco trató de despistarlo desde el primer momento que me conoció, aduciendo que era un mal tipo ese hombre, entonces  yo la acompañé para su última cita con ese pobre malcriado, en el parque “Las Azucenas de Akunta” y, mientras los faros encendidos luchaban contra la oscuridad, ella se empeñaba en convencerlo que su negro compromiso al fin se iba al tacho para siempre. Y Coco nunca imaginó la noticia porque se puso  cabizbajo, luego se alejó sin despedirse, deshecho y perdido en busca de un nuevo amor.

Al salir de mi escondite, Ricardina se acurrucó en mis brazos, aliviada, y comenzamos a caminar por las calles crispadas de Akunta,  felices como el sol y la luna o como  dos eternos cómplices. Rondamos por todo el pueblo haciendo planes, anhelantes, jugando a ser marido y mujer. Pero en ese tiempo, a mis veinte años de edad, francamente, no se me cruzó por la cabeza casarme con ella, en lo absoluto. Ricardina también no se desesperó, pero algo extraño se gestaba en torno a nosotros desde la primera vez que juntamos nuestras almas mutuamente, echando al olvido otras ilusiones, otras expectativas. Nos empezamos a ver más a menudo por el sólo  hecho de habernos acostumbrado a vivir el uno para el otro. No creo que a ella, en su sano juicio, se le hubiese ocurrido aferrarse a mí para ofenderme toda una vida, como lo es ahora y que; dicho sea de paso, intenta seguir lastimándome no sé para qué ni con qué objetivo. A pesar que lo nuestro murió hace muchísimo tiempo y cada uno hemos vivido la mayor parte de nuestras vidas aferrados a los quehaceres de otras obligaciones, de otras citas e ilusiones cotidianas.

La primera vez que Ricardina empezó a mortificarme fue aquella cuando, al salir del Instituto,  fui a su casa a buscarla y no la encontré. Su hermana disimulando me dijo, que había tenido una llamada urgente de algunos familiares en el campo, a muchas leguas de Akunta. La creí, pero a medida que los minutos y las horas y los días avanzaron me pregunté: ¿Por qué Ricardina no pudo dejarme, al menos una pequeña  nota de despedida como en otras ocasiones? Pero esta vez se había marchado sin advertirme, por lo que significó para mí una gran depresión todo eso. No perdí ni un minuto  y fui en su  búsqueda atravesando los cerros, pues quería verla y estar junto a ella lo más urgente posible, porque me había acostumbrado definitivamente a estar a su lado; creo que por su sencillez y por la forma de entretenerme atisbando la vida plena, también por mi falta de experiencia. Caminé dos días continuos entre la inmensa sierra y preguntando a las gentes, llegué hasta un lugarcito enmarañado de árboles que crecen a la deriva. Más arriba, entre un descampado inmenso cubierto de yerbas silvestres, unas casas enormes con sus techos de calamina me miraban desconfiadas. Seguí avanzando sigilosamente, hasta que dos perros bravos salieron a recibirme. Me defendí como pude; luego, por el guardavientos de la casa, asomó  Ricardina. Fue  como un baldazo de agua helada para ella, se la vi  en sus ojos. Yo, en cambio; estaba más sereno que nunca: Hola amor, he venido desde Akunta pasando hambre y frío a buscarte porque ya no me acostumbraba a vivir solito. ¿Te volviste loco acaso, Fredegundo?, dijo Ricardina llena de espanto, luego miró hacia atrás y volviéndose me obligó a esconderme en unos tayancos que por allí crecían, quienes al vernos mecieron sus hojas con más aturdimiento, pero Ricardina siguió convenciéndome que por favor me marchara, a costa de todo, que regresara a mi cuartucho, porque mi suegrita era muy mala persona y seguramente me mataría; que por favor no lo hiciera tan largo el problema un segundo más. Pero amor, he venido decidido a todo, le contesté. Quiero presentarme a tu familia, quiero confesarle que somos novios, que vamos a formar una familia, mañana. Ni lo sueñes Fredegundo, escóndete de tal modo que no des señales de existencia, la semana que viene te explicaré, pero ya no tardes. ¡Figúrate!, agregó asustándose aún mucho más. Por ahí viene mi primito que es como un hermanito. Ocúltate y no te muevas, no digas nada te lo suplico. Entonces un muchacho alto de ojos azules y cabello castaño la llamó, y Ricardina muy apresurada, se lo restó unos metros más arriba. Pero yo alcancé a escuchar perfectamente la conversación que ambos sostuvieron: Hola Ricardinita, hola mi vida, venía a buscarte con una sorpresita en el alma. Y escuché que se besaron, pero no me convencí por lo que me concentré más profundamente.  Entonces Ricardina le decía. Sabes Juan Carlitos, vamos a la casita de mi mamá para seguir acordando cositas, ella no se iba a enojar por nada del mundo porque ya eran enamorados de muchos años y que por eso había venido desde Akunta, venciendo obstáculos, para verlo única y exclusivamente  a él, a su zarquito engreído. Pensé que hasta me podrían quitar otras sabuesas, agregó; luego callaron rotundamente y cuando levanté el rostro con sigilo para observarlos, Ricardina y Juan Carlos acababan de ocultarse por el guardavientos de la misma casa enclavada entre la penillanura cubierta de pastos, abrazados el uno para el otro, contentísimos.

 No tuve tiempo para pensar, porque los dos perros bravos que antes habían salido a mi encuentro, de nuevo arremetieron contra mí, pero esta vez más feroces que el mismo demonio; por lo que adivinando lo peor corrí cuesta abajo hasta encontrar el camino de regreso que me llevaría de nuevo hasta la ciudad de Akunta, con las manos vacías.

No sentí el cansancio porque la adrenalina de mi enfado me había mareado y sin saberlo, al cabo de dieciséis horas estuve de nuevo sentado en el banco triste de mi cuarto debilucho, no obstante, a ratos pensaba en la increíble historia de Ricardina y Fredegundo, una novela irónica que la escribiría  años más tarde, pero también pensaba en la dura realidad en torno a ella: ¿Cómo podía haber sido capaz de convencerme que no rondaba ya ningún infeliz en su vida aparte de  Coco, que como dijimos, lo despistó en el parque Las Azucenas una noche azul, para meterse conmigo? Sencillamente no era posible que esa muchachita de ojos inofensivos y muy claros maltratara de esa forma mis sentimientos, con tanta calma. Pero la realidad mostraba su lado amargo sin ocultarla, y cuando ya de mi encéfalo no  brotaba sino desilusión,  decidí olvidarla, como por arte de magia; se hizo espuma mi enojo. Y al fin pude descansar libre como las nubes del firmamento esa noche. En los días sucesivos, mis amigos más próximos llegaron y admiraron mi decisión, me aplaudieron. Entonces juntos decidimos que aún no era el momento de enamorarse al extremo y comenzamos a devorar los libros de Filosofía, Dialéctica o Matemáticas, con el solo objetivo de sacarle provecho a la esfera intelectual, que por esos años, era la prioridad número uno, no lo dudo.

Mientras Ricardina jugueteaba con Juan Carlos, día tras día, supongo; en torno a mí se abrían otras posibilidades. El año pasó volando y me tocaba entonces,  alejarme por diez meses de las aulas del Instituto para abocarme de lleno al desarrollo de mis primeras prácticas profesionales. Me enviaron como Profesor Practicante de Primaria en la comunidad de Runapampa. Todos mis compañeros tenían también un documento entre las manos y con un puñado de nostalgia, cada uno nos retiramos a nuestras respectivas escuelitas con el fin de  cumplir la delicada misión. Fue allí, precisamente, en ese valle  divino de pastos verdes, donde el río circunda por sus inmediaciones y unos sauces vigilan el paso rivereño; allí, en Runapampa, donde se alzan unas casitas simétricas de paredes anchas, que por fin encontré el reemplazo casi definitivo para Ricardina. Se llamaba Rosa Elvira y la encontré una tarde de abril al salir de mi centro de labores. Se sonrojó al saludarme como si me hubiese conocido desde hacía mucho tiempo, yo también la saludé, y después de mirarnos fijamente a los ojos, supimos cada uno que un día de esos volveríamos a vernos para formar nuestro idilio; renovados y echando a la fosa del olvido  nuestro pasado turbio.

No hay duda que Rosa Elvira fue para mí la chica más dulce de todo el planeta, la que me hizo olvidar a Ricardina casi completamente. Salíamos a recorrer el valle tarde a tarde y, a veces nos sentábamos a la orilla del riachuelo para contemplar sus aguas cristalinas. A veces me visitaba a la escuela y los niños celebraban. Y yo la quería mucho porque era tan bonita y modesta. Pero fue uno de esos días, precisamente, cuando todo marchaba perfecto, que Ricardina me dio su segunda estocada, destruyéndolo todo. Había escrito una carta desde el lugar donde se encontraba haciéndome saber que me extrañaba más que nunca y que, de todos modos retomaríamos el “compromiso” sin mayores contratiempos. Desgraciado, me reclamó Rosa Elvira, jamás pensé que eras un hombre casado o jugador. Aléjate de mi vida en el acto. Sin dejar que le respondiera me arrojó el sobre rasgado a los pies y yo reconocí inmediatamente las palabras dibujadas por Ricardina. Sin embargo, insistí que todo era un mal entendido y que por favor escuchara mis súplicas, pero Rosa Elvira se alejó con un ademán de odio en sus ojos. No entiendo hasta hoy de qué manera llegó la carta a Rosa Elvira, como por arte de la coincidencia. Pero lo cierto es que nunca me lo dijo, directamente. Los meses pasaron y por más que intenté acercarme a ella, no le dio la reverenda gana de perdonarme ya nunca. Entonces renegado y perdido clausuré al año escolar, y el último día de diciembre eché otra vez mis maletas al hombro para dirigirme al instituto de Akunta, porque al fin se aproximaba el momento de graduarme como Docente.

Fue el día de mi graduación que llegó el tercer fastidio de Ricardina. Uno de los integrantes del jurado evaluador me hizo saber que una chica se había identificado como mi novia y quería presenciar la exposición a mi cargo, en toda su magnitud. Háganle pasar, le contesté sin tener otra opción que decir. Ricardina ingresó con terno gris azulado y se sentó en una de las sillas acondicionadas. Soy consciente que perdí mucha ilación al sustentar mi trabajo, porque a cada rato pensaba en el disparate que acababa de cometer Ricardina y francamente, también deducía que ya no la quería, ni una pizca siquiera. También me distraía pensando en Rosa Elvira y en su radiante belleza que, por consiguiente, era bastante mejor a mi Ricardina de enfrente y eso me apenaba demasiado, por supuesto. Al concluir mis palabras, los profesores del jurado se miraron recíprocamente y concluyeron que de todos modos aprobaba el examen de grado, aunque sea con la nota mínima. Comprendemos tu emoción, Fredegundo; porque tu noviecita te está mirando, dijo irónicamente el profesor de Psicología.  Estás aprobado por mayoría de votos. Tómense las fotos que quieran para el recuerdo. Y Ricardina se aproximó velozmente a mi costado, luego las cámaras fotográficas nos llenaron de luces. Finalmente el Jurado intentó marcharse, pero Ricardina se adelantó y los invitó a la cena de gala que había previsto desde hacía ocho días para la ocasión. Los profesores del Jurado aceptaron gustosos. Caminamos lentamente y Ricardina volvía a conquistarme con sus grandes detalles, aunque yo seguía no queriéndolo como en el intermedio de la exposición, pero no la despreciaba tampoco. Nos sentamos a la mesa muy cómodos, como si la cosa empezara a nacer de nuevo. Cada uno de los profesores hizo referencia al tema y nos felicitó por la bonita relación que llevábamos, según ellos. Pero yo sabía que se trataba de otro error de opinión, como siempre; sabía también que no volvería con la misma tonada de su amor voluble, pero disimulaba con la mayor serenidad de mi vida. Cuando terminó la cena, los invitados se retiraron acompañados por los primeros reflejos de las luces de Akunta. Ricardina aprovechó el abandono para abrazarme con fervor y pedirme perdón mil veces, entonces llamamos al mozo y le pedimos muchas cervezas,  de tal manera que echamos el tiempo a perder convenientemente. Luego, adormecidos y soñando tomamos la ocasión a la deriva. No sé lo que pasó después, exactamente; pero recuerdo el día posterior a tempranas horas cuando Ricardina se aferraba a mis brazos con un mar de arrepentimiento en sus ojos, acurrucados y desnudos el uno para el otro, bajo el mismo techo, entre las paredes densas del cuarto amado, donde aprendí los primeros poemas de Neruda o las novelas de nuestro gran Nobel: Mario Vargas Llosa.

Nos mantuvimos en silencio un rato prolongado, finalmente ella dijo que ahora sí era tiempo de hablar con seriedad acerca de lo suscitado. Era necesario planificar, incluso la fecha de bodas, pues ahora  los perros bravos de su campiña ya no me iban a desterrar, nunca más, como a un pobre desquiciado. Ahora era el momento de la verdad. Efectivamente, traté de recobrar mi tranquilidad en su máxima extensión y concluyendo que era el único momento preciso, le respondí con firmeza que lo nuestro no podía continuar en el tiempo y por tanto,  era mejor echárselo al olvido. Adiós mi Ricardina caprichosita, le aclaré.  No pensaba seguir batallando contigo en las condiciones más difíciles. Me iré de tu lado para no martirizarte la vida un minuto más, figúrate que tú misma lo habías ido buscando, de a poquitos. Mi tontito Fredegundo, contestó ella sin incomodarse. Sé que intentas seguir bromeando conmigo, pero ahora no tengo mucho tiempo para tus bromitas pesadas. Mejor háblame con toda la seriedad del caso, dime exactamente para qué fecha programamos nuestra unión ante el  divino altar, no crees que ya es momento de ir echando una ojeadita al presupuesto, y sobre todo, al vestido que debo utilizar en la ocasión. No te preocupes por eso, le interrumpí. No era una broma lo que yo decía, era simplemente un mandato de mi digna razón. Ricardinita,  te ruego que ahora sí, por favor, dejes libre mi camino por el resto de vida que me queda, no quisiera hallarte de nuevo entrometida en mi eterna desdicha. ¡Oye sinvergüenza!, estalló repetinamente. Desde el tiempo que te conocí he invertido mis días cuidándote, amándote, preocupándome por ti hasta en lo más mínimo. Tú sabes muy bien que incluso terminé con Coco para meterme contigo. Te elegí a ti para compartir mi vida. Pero Juan Carlos también necesita de tu amor, le respondí reviviendo la historia de aquella encrucijada campestre. Juan Carlos es mi primo, dijo. Además hace tiempo que se casó y se largó a otra provincia, pero si de ese modo intentas seguir encontrando excusas para librarte de mí, te juro por mi alma bendita que a partir de hoy no serás feliz ni un minuto de tu existencia, te lo prometo. No te incomodes, Ricardina, no digas nada por despecho, bien sabes que no fui yo el único culpable. Ahora sólo nos queda seguir rumbos distintos. Ni lo sueñes, Fredegundo, estaré a tu lado para seguir mortificándote toda una vida en cualquier parte del planeta. No podrás huir, te lo aseguro. Pero, Ricardina ¿Por qué te empeñas tanto en arrebatarme el destino? ¿Por qué pretendes mantenerme cautivo en la prisión de tu capricho? ¿Por qué no dejas que las hojas de los árboles caigan libremente hacia el suelo fecundo? Fredegundo idiota, me insultó finalmente. No pienses que todo está perdido, porque en verdad recién empieza una batalla de las muchas que se han de librar hasta vencer la guerra. Un día de estos volveremos a vernos, no lo olvides, mi Fredegundo idiota. Y se retiró cerrando la puerta con estrépito, al tiempo que yo continuaba caminando muy tenso, de un lado hacia otro, girando en torno a las cuatro paredes de mi cuarto tristísimo. Pero me consolé, casi inmediatamente porque supe que Ricardinita en verdad merecía eso y un poco más todavía, porque no era posible que en tantos años hiciera de mí el muñequito más obediente de la tierra para quererla cuando ella lo dispusiese, o para esperarla, en el momento menos cavilado.

Las cosas se complicaron a medida que la historia avanzaba. No volví a ver a Ricardina en muchos meses debido a que tuve que ausentarme por un tiempo prolongado de las calles de Akunta. No tuve noticias ni gratas, ni apocalípticas. Pero cuando regresé, después de haberme abocado por completo a la docencia en una escuelita enclavada entre dos cerros hondos, en los confines de la provincia de Akunta, me encontré con la noticia  más enternecedora de todas mis épocas y ésa fue precisamente la siguiente estocada de Ricardina. En la carta que ella misma escribió y arrojó al interior de mi cuarto por una de las rendijas de la puerta apolillada, me decía que ella me amaba con mucha más razón esta vez, porque había quedado embarazada, fruto del encuentro romántico que tuvimos la misma noche que me gradué de profesor. Y que si quería conocer más detalles, se la buscara recorriendo los andes, preguntando a las gentes por las calles de la ciudad. Eso fue lo que hice, averigüé en cada centímetro de Akunta, en cada pueblo cercano, en su casa de campo a muchas leguas de allí, pero nadie me supo dar razón. Luché contra el tiempo tratando de hallar una sólida respuesta, pero en vano me desvelé incontables veces. Deshecho y perdido retorné a mi cuarto, pero mi sorpresa siguió en aumento, porque al abrir la misma puerta vetusta y solitaria,  encontré de nuevo otra nota en la que Ricardina me informaba que nuestro hijo había nacido sano y salvo de toda complicación, y que los doctores en el hospital, se lo habían exigido ponerle un nombre en un lapso cortísimo, por lo que ella decidió que se llamaría Inocencio. Porque nuestro hijo no tiene  culpa de nada, es como un angelito, pensó. Inocencio sonrió, con esa su dulce vocecita, divina y milagrosa de la que pocos tienen la suerte de oírla hasta en el más mínimo detalle. Pero Ricardina no me dejó la dirección para poder ubicarlos. Cuando fui al hospital, el portero me mostró los puños en señal de amenaza; me dijo además, que era el padre más irresponsable de todos los padres, habidos y por haber. Que no tenía por qué darme algún detalle sobre el paradero de mi hijo Inocencio y de Ricardina que se empeñaba en su afán de seguir mortificándome día tras día, hasta destrozar por completo mi corazón dolido.  

Por enésima vez, caminé hasta su casa de paredes anchas, ubicada en los alrededores de Akunta, pero las puertas estaban cerradas con mayor seguridad que antes, tenían doble candado y hasta en las puertas contiguas podía distinguirse su vacío rotundo. Pero no me rendí, aún seguí buscando, envié notas de prensa a los periódicos, a la radio y la televisión, hasta que, después de una lucha tenaz y constante, al fin perdí la batalla. Nadie se animó a decirme, ni una pizca siquiera, ni un camino a seguir, todo se desvaneció como una mera ilusión y yo, a partir de ese suceso, jamás volví a ser el mismo de antes, porque las gentes me preguntaban: ¿Qué tiene don Fredegundo, qué le ha pasado a usted, segurito que alguien de su familia ha fallecido? ¿Por qué se entristece Profesor?, preguntaban los niños ¿Por qué tiene la cara de menso? Será que de repente le da miedo envejecer, o es que su familia ya no le quiere. Luego se alejaban gritando jubilosamente por el patio extenso en derroche de sus mil travesuras.

No me quedó otro remedio que seguir esperando la oportunidad de conocer a mi pequeño Inocencio en persona, pero el tiempo siguió su curso y Ricardina continuó escondida mucho más de lo que yo pensé. Parece que todos sus vecinos, que estoy seguro la conocen a fondo, se han ensañado conmigo, porque no me informan al menos un pequeño detalle acerca de su paradero. Sólo después de un tiempo, un desconocido me llamó a las afueras de la escuela de Alto Pongoya para alcanzarme otra carta de Ricardina, no tenía más que unas cuantas letras grandes escritas a mano, donde se leía un número de cuenta del Banco de la Nación a donde tendría que depositar mensualmente la tercera parte de mi sueldo como profesor nombrado, dinero que serviría para la manutención de Inocencio. Unas líneas más abajo decía también, que yo aceptaba la conciliación sin reparo en beneficio único del pequeño Inocencio. Estampé mi firma sin pensarlo dos veces; porque hasta ese momento me atormentaba las palabras del portero del hospital que una vez me llamó irresponsable. El enviado especial se alejó con una sonrisa tosca entre sus labios gruesos. Entonces regresé al salón de clases  con los nervios más calmados, porque aún guardaba la esperanza de conocer a Inocencio, un día no muy lejano y ser testigo por lo menos un instante, de su dulce crecimiento y sus pasitos audaces.

Pero no ocurrió lo que supuse. Un invierno tras otro fue pasando y Ricardina continuó empecinada en su lucha. Escuché que había salido de la sierra con dirección a un lugarcito remoto ubicado en la selva del Perú, llevándose consigo a Inocencio,  pero no tenía mayores datos, por lo que seguí esperando impacientemente. En efecto, una mañana de cielo nublado llegó otra vez el mensajero desconocido y alborotado con un nuevo sobre de documentos, pero esta vez  provenía de la corte judicial de Moyobamba. Decía que debería asignar el cincuenta por ciento de mis haberes como mínimo a favor de Inocencio, porque las condiciones de vida así lo ameritaban. Inocencio había crecido, según el sustento de Ricardina, muy aceleradamente y se encontraba cursando el primer grado de estudios, en una institución de prestigio. En la parte última del documento había una línea punteada donde se me obligaba a firmar bajo apercibimiento. Sin nada que reclamar estampé mi rúbrica, pensando que tal vez así  Ricardina ablandara su corazón y me  indicara el camino directo a seguir para llegar a Inocencio, y poder quitarme de una buena vez este gran peso que día a día me aturde la conciencia.

Sin embargo el tiempo ha seguido su curso sin variar su efecto, de manera que he empezado a envejecer así de golpe, mucho peor todavía con la nueva notificación de Ricardina que acaba de alcanzarme el mismo mensajero tosco; y que, viene remitida desde alguna parte del Perú — como no es de extrañarlo— En el presente pliego ella solicita, ya no un descuento de la mitad, sino del sesenta por ciento de mis haberes. Y la verdad es que no entiendo hasta qué punto Ricardina, en su sano juicio, intentará seguir mortificándome la vida…  

viernes, 14 de septiembre de 2012

PRÓLOGO AL LIBRO "FIESTA DEL DESAMPARO"


FIESTA DEL DESAMPARO O ADVERTENCIA DE UNA REALIDAD

               José López Coronado

En tanto que el relato es una historia sin tensión, que prioriza la descripción antes que la narración de hechos y circunstancias, el cuento sí desarrolla una historia que debe priorizar la narración de acciones y cuyo tiempo, escenario y personajes están dinamizados por un conflicto, al cual debe estar invitado el lector para su resolución. Fiesta del desamparo es un conjunto de diez narraciones en las que Ubil Bustamante Rafael no solo nos cuenta diez historias diferentes sino que nos compromete en ellas, o porque somos parte de esta realidad concreta, o porque nos quiere involucrar en la solución de su problemática. Además de docente, Bustamante Rafael es poeta y narrador chotano (nacido en el distrito de Chalamarca), lo cual evidencia que es un joven escritor y, no obstante su juventud, ha publicado el poemario Crisol eterno el año 1999, vocación creativa que confirma con la publicación de este su segundo libro.

El título, Fiesta del desamparo, es aparentemente paradójico, porque el desamparo no supone fiesta alguna. Luchando con el lenguaje su autor, sin embargo, persuade con desequilibrio cognitivo a una inmediata lectura. Sutilmente propone que hagamos nuestra su preocupación personal: recordar el desastre, cercano a su lar nativo,  que viene ocurriendo desde 1999 en La Púcara, Tacabamba, cuando un estallido natural produjo un aluvión que sumió a los habitantes del lugar en el desamparo imprevisto. Allí el pulpo de corrupción lanzó sus tentáculos: muchos se enriquecieron a costa de la desgracia ajena, ya que el apoyo que debió ser para los necesitados se perdió bajo la manga de los insensibles.
Las diez historias acá narradas son reflejo ineludible de la realidad, de la realidad cercana al escritor. No en vano Juan Carlos Onetti aconsejaba: “No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo”. Los títulos de cada una de las historias son ex profesamente explicativos y se pueden argumentar así: Un segundo de mala espina, cuenta la primera experiencia laboral de un niño campesino que cumple con su tarea para sentirse con derecho a jornal; Fiesta del desamparo, muestra a una víctima del desastre que deambula perdido en las profundidades de su quebrantada humanidad; Sucedió lo inevitable, presenta los estragos de un accidente de tránsito en las carreteras abismales de nuestra región; Muralla dura para el forastero, delata el homicidio de un alcalde distrital que lleva al culpable hacia prisión, pero que después regresa al hogar; Historia de viajeros, refiere la aparición de una persona en un lugar diferente al de donde acaba de morir; Condenados los dos, expone los intríngulis de una historia de amor que, mal llevado, acaba en una frívola pensión alimenticia; El invierno nos jugó una mala pasada, nuevamente el tema del desastre y el rescate de la victimas deja al descubierto las diversas intenciones y actitudes (in)humanas; Un día después de mi muerte, propone un viaje a las galaxias vecinas como una forma de congelar o detener el tiempo terrenal; Locura de amor, evidencia que en asuntos de amor no hay código, razón o moral que impida amar o también odiar sin escrúpulo; y El desaparecido, registra una anécdota que debe ser explicada por la parapsicología.
Con la estrategia del narrador testigo y protagonista de muchas de las historias de este libro, Ubil Bustamante Rafael, sabe ejercer su oficio de narrador. Por la estructura lineal de sus argumentos narrados con conocimiento y uso de las técnicas del cuento moderno, su lenguaje fluido discurre como un río limpio que en cualquier tramo se puede beber. La Fiesta del desamparo, es, en ese contexto, una advertencia oportuna ante una realidad que nos rodea o es lo mismo como cuando los cajamarquinos queremos (o quisimos) prevenir: ¡Conga no va!

RESEÑA SOBRE LA MASCULINIDAD TÓXICA EN EL RELATO "LOS CACHORROS"

         RESEÑA SOBRE LA MASCULINIDAD TÓXICA EN EL RELATO "LOS CACHORROS" Escrito por: DIAZ SANCHEZ, Auber FERNANDEZ REYES, Julio ...