CONDENADOS
LOS DOS / CUENTO 04 LIBRO FIESTA DEL DESAMPARO
Ubil Bustamante R.
Jamás pensé que Ricardina, en el fondo,
pretendía hundirme en un hoyo sin salida. Al principio como todos los
enamorados del mundo nos visitábamos con frecuencia al salir del instituto. Yo
iba hasta su casa de paredes anchas y enormes y ella a veces golpeteaba la
puerta de mi cuarto vetusto y mugroso, y entonces nos amábamos frenéticamente
como dos lunáticos que temen que ya no habrá otra oportunidad. Pronto las
consecuencias llegaron: el profesor de Psicología me llamó para decirme que mi
rendimiento en el área había disminuido notablemente, debía explicárselo a qué
se debía todo ello; pero no tuve las agallas, le prometí que para el próximo
examen estudiaría un poco más, que las condiciones económicas por las que me encontraba
atravesando, o los problemas de desamparo, tal vez. Pero yo sabía perfectamente
que la causa de mi declive provenía de los encuentros seguidos con Ricardina;
sabía también, que tarde o temprano eso de besarnos muy a menudo, con pasión, nos
llevaría al borde del precipicio. Pero no supuse que así poco a poquito ingresaba
a un callejón sin salida del que no podría librarme jamás, fácilmente.
Ricardina era una chica noble al
comienzo, pero yo casi nunca entendí por
qué a Coco trató de despistarlo desde el primer momento que me conoció,
aduciendo que era un mal tipo ese hombre, entonces yo la acompañé para su última cita con ese
pobre malcriado, en el parque “Las Azucenas de Akunta” y, mientras los faros
encendidos luchaban contra la oscuridad, ella se empeñaba en convencerlo que su
negro compromiso al fin se iba al tacho para siempre. Y Coco nunca imaginó la
noticia porque se puso cabizbajo, luego
se alejó sin despedirse, deshecho y perdido en busca de un nuevo amor.
Al salir de mi escondite, Ricardina se
acurrucó en mis brazos, aliviada, y comenzamos a caminar por las calles crispadas
de Akunta, felices como el sol y la luna
o como dos eternos cómplices. Rondamos
por todo el pueblo haciendo planes, anhelantes, jugando a ser marido y mujer.
Pero en ese tiempo, a mis veinte años de edad, francamente, no se me cruzó por
la cabeza casarme con ella, en lo absoluto. Ricardina también no se desesperó,
pero algo extraño se gestaba en torno a nosotros desde la primera vez que
juntamos nuestras almas mutuamente, echando al olvido otras ilusiones, otras
expectativas. Nos empezamos a ver más a menudo por el sólo hecho de habernos acostumbrado a vivir el uno
para el otro. No creo que a ella, en su sano juicio, se le hubiese ocurrido aferrarse
a mí para ofenderme toda una vida, como lo es ahora y que; dicho sea de paso,
intenta seguir lastimándome no sé para qué ni con qué objetivo. A pesar que lo
nuestro murió hace muchísimo tiempo y cada uno hemos vivido la mayor parte de
nuestras vidas aferrados a los quehaceres de otras obligaciones, de otras citas
e ilusiones cotidianas.
La primera vez que Ricardina empezó a
mortificarme fue aquella cuando, al salir del Instituto, fui a su casa a buscarla y no la encontré. Su
hermana disimulando me dijo, que había tenido una llamada urgente de algunos familiares
en el campo, a muchas leguas de Akunta. La creí, pero a medida que los minutos
y las horas y los días avanzaron me pregunté: ¿Por qué Ricardina no pudo
dejarme, al menos una pequeña nota de
despedida como en otras ocasiones? Pero esta vez se había marchado sin
advertirme, por lo que significó para mí una gran depresión todo eso. No perdí
ni un minuto y fui en su búsqueda atravesando los cerros, pues quería
verla y estar junto a ella lo más urgente posible, porque me había acostumbrado
definitivamente a estar a su lado; creo que por su sencillez y por la forma de
entretenerme atisbando la vida plena, también por mi falta de experiencia. Caminé
dos días continuos entre la inmensa sierra y preguntando a las gentes, llegué
hasta un lugarcito enmarañado de árboles que crecen a la deriva. Más arriba,
entre un descampado inmenso cubierto de yerbas silvestres, unas casas enormes
con sus techos de calamina me miraban desconfiadas. Seguí avanzando sigilosamente,
hasta que dos perros bravos salieron a recibirme. Me defendí como pude; luego,
por el guardavientos de la casa, asomó Ricardina. Fue como un baldazo de agua helada para ella, se
la vi en sus ojos. Yo, en cambio; estaba
más sereno que nunca: Hola amor, he venido desde Akunta pasando hambre y frío a
buscarte porque ya no me acostumbraba a vivir solito. ¿Te volviste loco acaso,
Fredegundo?, dijo Ricardina llena de espanto, luego miró hacia atrás y
volviéndose me obligó a esconderme en unos tayancos
que por allí crecían, quienes al vernos mecieron sus hojas con más aturdimiento,
pero Ricardina siguió convenciéndome que por favor me marchara, a costa de
todo, que regresara a mi cuartucho, porque mi suegrita era muy mala persona y
seguramente me mataría; que por favor no lo hiciera tan largo el problema un segundo
más. Pero amor, he venido decidido a todo, le contesté. Quiero presentarme a tu
familia, quiero confesarle que somos novios, que vamos a formar una familia,
mañana. Ni lo sueñes Fredegundo, escóndete de tal modo que no des señales de existencia,
la semana que viene te explicaré, pero ya no tardes. ¡Figúrate!, agregó
asustándose aún mucho más. Por ahí viene mi primito que es como un hermanito. Ocúltate
y no te muevas, no digas nada te lo suplico. Entonces un muchacho alto de ojos
azules y cabello castaño la llamó, y Ricardina muy apresurada, se lo restó unos
metros más arriba. Pero yo alcancé a escuchar perfectamente la conversación que
ambos sostuvieron: Hola Ricardinita, hola mi vida, venía a buscarte con una
sorpresita en el alma. Y escuché que se besaron, pero no me convencí por lo que
me concentré más profundamente. Entonces
Ricardina le decía. Sabes Juan Carlitos, vamos a la casita de mi mamá para
seguir acordando cositas, ella no se iba a enojar por nada del mundo porque ya
eran enamorados de muchos años y que por eso había venido desde Akunta,
venciendo obstáculos, para verlo única y exclusivamente a él, a su zarquito engreído. Pensé que hasta
me podrían quitar otras sabuesas, agregó; luego callaron rotundamente y cuando
levanté el rostro con sigilo para observarlos, Ricardina y Juan Carlos acababan
de ocultarse por el guardavientos de la misma casa enclavada entre la penillanura
cubierta de pastos, abrazados el uno para el otro, contentísimos.
No tuve tiempo para pensar, porque los dos
perros bravos que antes habían salido a mi encuentro, de nuevo arremetieron
contra mí, pero esta vez más feroces que el mismo demonio; por lo que
adivinando lo peor corrí cuesta abajo hasta encontrar el camino de regreso que
me llevaría de nuevo hasta la ciudad de Akunta, con las manos vacías.
No sentí el cansancio porque la
adrenalina de mi enfado me había mareado y sin saberlo, al cabo de dieciséis
horas estuve de nuevo sentado en el banco triste de mi cuarto debilucho, no
obstante, a ratos pensaba en la increíble historia de Ricardina y Fredegundo,
una novela irónica que la escribiría años
más tarde, pero también pensaba en la dura realidad en torno a ella: ¿Cómo
podía haber sido capaz de convencerme que no rondaba ya ningún infeliz en su
vida aparte de Coco, que como dijimos, lo
despistó en el parque Las Azucenas una noche azul, para meterse conmigo?
Sencillamente no era posible que esa muchachita de ojos inofensivos y muy
claros maltratara de esa forma mis sentimientos, con tanta calma. Pero la
realidad mostraba su lado amargo sin ocultarla, y cuando ya de mi encéfalo no brotaba sino desilusión, decidí olvidarla, como por arte de magia; se
hizo espuma mi enojo. Y al fin pude descansar libre como las nubes del
firmamento esa noche. En los días sucesivos, mis amigos más próximos llegaron y
admiraron mi decisión, me aplaudieron. Entonces juntos decidimos que aún no era
el momento de enamorarse al extremo y comenzamos a devorar los libros de
Filosofía, Dialéctica o Matemáticas, con el solo objetivo de sacarle provecho a
la esfera intelectual, que por esos años, era la prioridad número uno, no lo
dudo.
Mientras Ricardina jugueteaba con Juan
Carlos, día tras día, supongo; en torno a mí se abrían otras posibilidades. El
año pasó volando y me tocaba entonces, alejarme
por diez meses de las aulas del Instituto para abocarme de lleno al desarrollo
de mis primeras prácticas profesionales. Me enviaron como Profesor Practicante
de Primaria en la comunidad de Runapampa. Todos mis compañeros tenían también
un documento entre las manos y con un puñado de nostalgia, cada uno nos retiramos
a nuestras respectivas escuelitas con el fin de cumplir la delicada misión. Fue allí,
precisamente, en ese valle divino de
pastos verdes, donde el río circunda por sus inmediaciones y unos sauces vigilan
el paso rivereño; allí, en Runapampa, donde se alzan unas casitas simétricas de
paredes anchas, que por fin encontré el reemplazo casi definitivo para
Ricardina. Se llamaba Rosa Elvira y la encontré una tarde de abril al salir de
mi centro de labores. Se sonrojó al saludarme como si me hubiese conocido desde
hacía mucho tiempo, yo también la saludé, y después de mirarnos fijamente a los
ojos, supimos cada uno que un día de esos volveríamos a vernos para formar nuestro
idilio; renovados y echando a la fosa del olvido nuestro pasado turbio.
No hay duda que Rosa Elvira fue para
mí la chica más dulce de todo el planeta, la que me hizo olvidar a Ricardina
casi completamente. Salíamos a recorrer el valle tarde a tarde y, a veces nos
sentábamos a la orilla del riachuelo para contemplar sus aguas cristalinas. A
veces me visitaba a la escuela y los niños celebraban. Y yo la quería mucho
porque era tan bonita y modesta. Pero fue uno de esos días, precisamente,
cuando todo marchaba perfecto, que Ricardina me dio su segunda estocada,
destruyéndolo todo. Había escrito una carta desde el lugar donde se encontraba haciéndome
saber que me extrañaba más que nunca y que, de todos modos retomaríamos el
“compromiso” sin mayores contratiempos. Desgraciado, me reclamó Rosa Elvira,
jamás pensé que eras un hombre casado o jugador. Aléjate de mi vida en el acto.
Sin dejar que le respondiera me arrojó el sobre rasgado a los pies y yo
reconocí inmediatamente las palabras dibujadas por Ricardina. Sin embargo,
insistí que todo era un mal entendido y que por favor escuchara mis súplicas, pero
Rosa Elvira se alejó con un ademán de odio en sus ojos. No entiendo hasta hoy de
qué manera llegó la carta a Rosa Elvira, como por arte de la coincidencia. Pero
lo cierto es que nunca me lo dijo, directamente. Los meses pasaron y por más
que intenté acercarme a ella, no le dio la reverenda gana de perdonarme ya
nunca. Entonces renegado y perdido clausuré al año escolar, y el último día de
diciembre eché otra vez mis maletas al hombro para dirigirme al instituto de
Akunta, porque al fin se aproximaba el momento de graduarme como Docente.
Fue el día de mi graduación que llegó
el tercer fastidio de Ricardina. Uno de los integrantes del jurado evaluador me
hizo saber que una chica se había identificado como mi novia y quería
presenciar la exposición a mi cargo, en toda su magnitud. Háganle pasar, le
contesté sin tener otra opción que decir. Ricardina ingresó con terno gris
azulado y se sentó en una de las sillas acondicionadas. Soy consciente que
perdí mucha ilación al sustentar mi trabajo, porque a cada rato pensaba en el
disparate que acababa de cometer Ricardina y francamente, también deducía que
ya no la quería, ni una pizca siquiera. También me distraía pensando en Rosa
Elvira y en su radiante belleza que, por consiguiente, era bastante mejor a mi
Ricardina de enfrente y eso me apenaba demasiado, por supuesto. Al concluir mis
palabras, los profesores del jurado se miraron recíprocamente y concluyeron que
de todos modos aprobaba el examen de grado, aunque sea con la nota mínima. Comprendemos
tu emoción, Fredegundo; porque tu noviecita te está mirando, dijo irónicamente
el profesor de Psicología. Estás
aprobado por mayoría de votos. Tómense las fotos que quieran para el recuerdo.
Y Ricardina se aproximó velozmente a mi costado, luego las cámaras fotográficas
nos llenaron de luces. Finalmente el Jurado intentó marcharse, pero Ricardina
se adelantó y los invitó a la cena de gala que había previsto desde hacía ocho
días para la ocasión. Los profesores del Jurado aceptaron gustosos. Caminamos
lentamente y Ricardina volvía a conquistarme con sus grandes detalles, aunque
yo seguía no queriéndolo como en el intermedio de la exposición, pero no la
despreciaba tampoco. Nos sentamos a la mesa muy cómodos, como si la cosa
empezara a nacer de nuevo. Cada uno de los profesores hizo referencia al tema y
nos felicitó por la bonita relación que llevábamos, según ellos. Pero yo sabía
que se trataba de otro error de opinión, como siempre; sabía también que no volvería
con la misma tonada de su amor voluble, pero disimulaba con la mayor serenidad
de mi vida. Cuando terminó la cena, los invitados se retiraron acompañados por
los primeros reflejos de las luces de Akunta. Ricardina aprovechó el abandono
para abrazarme con fervor y pedirme perdón mil veces, entonces llamamos al mozo
y le pedimos muchas cervezas, de tal
manera que echamos el tiempo a perder convenientemente. Luego, adormecidos y
soñando tomamos la ocasión a la deriva. No sé lo que pasó después, exactamente;
pero recuerdo el día posterior a tempranas horas cuando Ricardina se aferraba a
mis brazos con un mar de arrepentimiento en sus ojos, acurrucados y desnudos el
uno para el otro, bajo el mismo techo, entre las paredes densas del cuarto
amado, donde aprendí los primeros poemas de Neruda o las novelas de nuestro
gran Nobel: Mario Vargas Llosa.
Nos mantuvimos en silencio un rato
prolongado, finalmente ella dijo que ahora sí era tiempo de hablar con seriedad
acerca de lo suscitado. Era necesario planificar, incluso la fecha de bodas, pues
ahora los perros bravos de su campiña ya
no me iban a desterrar, nunca más, como a un pobre desquiciado. Ahora era el
momento de la verdad. Efectivamente, traté de recobrar mi tranquilidad en su
máxima extensión y concluyendo que era el único momento preciso, le respondí con
firmeza que lo nuestro no podía continuar en el tiempo y por tanto, era mejor echárselo al olvido. Adiós mi
Ricardina caprichosita, le aclaré. No pensaba
seguir batallando contigo en las condiciones más difíciles. Me iré de tu lado
para no martirizarte la vida un minuto más, figúrate que tú misma lo habías ido
buscando, de a poquitos. Mi tontito Fredegundo, contestó ella sin incomodarse. Sé
que intentas seguir bromeando conmigo, pero ahora no tengo mucho tiempo para
tus bromitas pesadas. Mejor háblame con toda la seriedad del caso, dime
exactamente para qué fecha programamos nuestra unión ante el divino altar, no crees que ya es momento de ir
echando una ojeadita al presupuesto, y sobre todo, al vestido que debo utilizar
en la ocasión. No te preocupes por eso, le interrumpí. No era una broma lo que
yo decía, era simplemente un mandato de mi digna razón. Ricardinita, te ruego que ahora sí, por favor, dejes libre
mi camino por el resto de vida que me queda, no quisiera hallarte de nuevo
entrometida en mi eterna desdicha. ¡Oye sinvergüenza!, estalló repetinamente. Desde
el tiempo que te conocí he invertido mis días cuidándote, amándote,
preocupándome por ti hasta en lo más mínimo. Tú sabes muy bien que incluso
terminé con Coco para meterme contigo. Te elegí a ti para compartir mi vida. Pero
Juan Carlos también necesita de tu amor, le respondí reviviendo la historia de
aquella encrucijada campestre. Juan Carlos es mi primo, dijo. Además hace
tiempo que se casó y se largó a otra provincia, pero si de ese modo intentas seguir
encontrando excusas para librarte de mí, te juro por mi alma bendita que a
partir de hoy no serás feliz ni un minuto de tu existencia, te lo prometo. No
te incomodes, Ricardina, no digas nada por despecho, bien sabes que no fui yo
el único culpable. Ahora sólo nos queda seguir rumbos distintos. Ni lo sueñes,
Fredegundo, estaré a tu lado para seguir mortificándote toda una vida en
cualquier parte del planeta. No podrás huir, te lo aseguro. Pero, Ricardina
¿Por qué te empeñas tanto en arrebatarme el destino? ¿Por qué pretendes
mantenerme cautivo en la prisión de tu capricho? ¿Por qué no dejas que las
hojas de los árboles caigan libremente hacia el suelo fecundo? Fredegundo
idiota, me insultó finalmente. No pienses que todo está perdido, porque en
verdad recién empieza una batalla de las muchas que se han de librar hasta
vencer la guerra. Un día de estos volveremos a vernos, no lo olvides, mi
Fredegundo idiota. Y se retiró cerrando la puerta con estrépito, al tiempo que
yo continuaba caminando muy tenso, de un lado hacia otro, girando en torno a las
cuatro paredes de mi cuarto tristísimo. Pero me consolé, casi inmediatamente
porque supe que Ricardinita en verdad merecía eso y un poco más todavía, porque
no era posible que en tantos años hiciera de mí el muñequito más obediente de la
tierra para quererla cuando ella lo dispusiese, o para esperarla, en el momento
menos cavilado.
Las cosas se complicaron a medida que
la historia avanzaba. No volví a ver a Ricardina en muchos meses debido a que tuve
que ausentarme por un tiempo prolongado de las calles de Akunta. No tuve
noticias ni gratas, ni apocalípticas. Pero cuando regresé, después de haberme abocado
por completo a la docencia en una escuelita enclavada entre dos cerros hondos,
en los confines de la provincia de Akunta, me encontré con la noticia más enternecedora de todas mis épocas y ésa
fue precisamente la siguiente estocada de Ricardina. En la carta que ella misma
escribió y arrojó al interior de mi cuarto por una de las rendijas de la puerta
apolillada, me decía que ella me amaba con mucha más razón esta vez, porque había
quedado embarazada, fruto del encuentro romántico que tuvimos la misma noche
que me gradué de profesor. Y que si quería conocer más detalles, se la buscara recorriendo
los andes, preguntando a las gentes por las calles de la ciudad. Eso fue lo que
hice, averigüé en cada centímetro de Akunta, en cada pueblo cercano, en su casa
de campo a muchas leguas de allí, pero nadie me supo dar razón. Luché contra el
tiempo tratando de hallar una sólida respuesta, pero en vano me desvelé incontables
veces. Deshecho y perdido retorné a mi cuarto, pero mi sorpresa siguió en
aumento, porque al abrir la misma puerta vetusta y solitaria, encontré de nuevo otra nota en la que
Ricardina me informaba que nuestro hijo había nacido sano y salvo de toda
complicación, y que los doctores en el hospital, se lo habían exigido ponerle
un nombre en un lapso cortísimo, por lo que ella decidió que se llamaría Inocencio.
Porque nuestro hijo no tiene culpa de
nada, es como un angelito, pensó. Inocencio sonrió, con esa su dulce vocecita,
divina y milagrosa de la que pocos tienen la suerte de oírla hasta en el más
mínimo detalle. Pero Ricardina no me dejó la dirección para poder ubicarlos.
Cuando fui al hospital, el portero me mostró los puños en señal de amenaza; me
dijo además, que era el padre más irresponsable de todos los padres, habidos y
por haber. Que no tenía por qué darme algún detalle sobre el paradero de mi
hijo Inocencio y de Ricardina que se empeñaba en su afán de seguir
mortificándome día tras día, hasta destrozar por completo mi corazón dolido.
Por enésima vez, caminé hasta su casa
de paredes anchas, ubicada en los alrededores de Akunta, pero las puertas estaban
cerradas con mayor seguridad que antes, tenían doble candado y hasta en las
puertas contiguas podía distinguirse su vacío rotundo. Pero no me rendí, aún
seguí buscando, envié notas de prensa a los periódicos, a la radio y la televisión,
hasta que, después de una lucha tenaz y constante, al fin perdí la batalla.
Nadie se animó a decirme, ni una pizca siquiera, ni un camino a seguir, todo se
desvaneció como una mera ilusión y yo, a partir de ese suceso, jamás volví a
ser el mismo de antes, porque las gentes me preguntaban: ¿Qué tiene don
Fredegundo, qué le ha pasado a usted, segurito que alguien de su familia ha
fallecido? ¿Por qué se entristece Profesor?, preguntaban los niños ¿Por qué
tiene la cara de menso? Será que de repente le da miedo envejecer, o es que su
familia ya no le quiere. Luego se alejaban gritando jubilosamente por el patio extenso
en derroche de sus mil travesuras.
No me quedó otro remedio que seguir
esperando la oportunidad de conocer a mi pequeño Inocencio en persona, pero el
tiempo siguió su curso y Ricardina continuó escondida mucho más de lo que yo
pensé. Parece que todos sus vecinos, que estoy seguro la conocen a fondo, se
han ensañado conmigo, porque no me informan al menos un pequeño detalle acerca
de su paradero. Sólo después de un tiempo, un desconocido me llamó a las
afueras de la escuela de Alto Pongoya para alcanzarme otra carta de Ricardina, no
tenía más que unas cuantas letras grandes escritas a mano, donde se leía un
número de cuenta del Banco de la Nación a donde tendría que depositar mensualmente
la tercera parte de mi sueldo como profesor nombrado, dinero que serviría para
la manutención de Inocencio. Unas líneas más abajo decía también, que yo aceptaba
la conciliación sin reparo en beneficio único del pequeño Inocencio. Estampé mi
firma sin pensarlo dos veces; porque hasta ese momento me atormentaba las
palabras del portero del hospital que una vez me llamó irresponsable. El
enviado especial se alejó con una sonrisa tosca entre sus labios gruesos. Entonces
regresé al salón de clases con los
nervios más calmados, porque aún guardaba la esperanza de conocer a Inocencio,
un día no muy lejano y ser testigo por lo menos un instante, de su dulce crecimiento
y sus pasitos audaces.
Pero no ocurrió lo que supuse. Un
invierno tras otro fue pasando y Ricardina continuó empecinada en su lucha.
Escuché que había salido de la sierra con dirección a un lugarcito remoto
ubicado en la selva del Perú, llevándose consigo a Inocencio, pero no tenía mayores datos, por lo que seguí
esperando impacientemente. En efecto, una mañana de cielo nublado llegó otra
vez el mensajero desconocido y alborotado con un nuevo sobre de documentos,
pero esta vez provenía de la corte
judicial de Moyobamba. Decía que debería asignar el cincuenta por ciento de mis
haberes como mínimo a favor de Inocencio, porque las condiciones de vida así lo
ameritaban. Inocencio había crecido, según el sustento de Ricardina, muy aceleradamente
y se encontraba cursando el primer grado de estudios, en una institución de
prestigio. En la parte última del documento había una línea punteada donde se
me obligaba a firmar bajo apercibimiento. Sin nada que reclamar estampé mi
rúbrica, pensando que tal vez así
Ricardina ablandara su corazón y me indicara el camino directo a seguir para
llegar a Inocencio, y poder quitarme de una buena vez este gran peso que día a
día me aturde la conciencia.
Sin embargo el tiempo ha seguido su
curso sin variar su efecto, de manera que he empezado a envejecer así de golpe,
mucho peor todavía con la nueva notificación de Ricardina que acaba de
alcanzarme el mismo mensajero tosco; y que, viene remitida desde alguna parte
del Perú — como no es de extrañarlo— En el presente pliego ella solicita, ya no
un descuento de la mitad, sino del sesenta por ciento de mis haberes. Y la
verdad es que no entiendo hasta qué punto Ricardina, en su sano juicio, intentará
seguir mortificándome la vida…